LUCCY LIPPARD: LA CIUDAD DISFRAZADA

Recordamos una interesantísima conferencia impartida por Luccy Lippard en el marco de la tercera presentación pública de Sobre capital y territorio II [programa UNIA arteypensamiento].

Traducción: Pilar Vázquez



LA CIUDAD Y SU DISFRAZ

La influencia del turismo en Santa Fe, Nuevo Méjico. Hace algunos años, leí esta pintada en un muro de Barcelona: Turista, tú eres el terrorista‖. Estaba escrita en inglés: “Tourist you are the terrorist”.


"Nuestra época prefiere la imagen a las cosas, la copia al original, la representación a la realidad, la apariencia y la simulación al ser. Sólo la ilusión es sagrada". Esta cita pertenece al filósofo premoderno Ludwig Feuerbach y resulta entristecedor que, más de un siglo después de su muerte en 1872, todavía posea tanta relevancia. El situacionista francés Guy Debord la utilizó en el inicio de La Sociedad del Espectáculo, un ensayo que se ha convertido en todo un clásico de los años sesenta. El propio Debord consideraba que el turismo era "un subproducto de la circulación de las mercancías. [...]La circulación de seres humanos considerada como un producto de consumo se reduce básicamente al placer de ir a ver algo que ya es banal. El proceso de modernización que ha eliminado el factor tiempo del viaje también lo ha excluido de la realidad espacial".

El espacio real es siempre problemático, ya vivamos en él o lo visitemos. El espacio imaginario es, al contrario, extremadamente asequible. Casi desde el principio, el turismo y los destinos turísticos fueron concebidos e imaginados por el capital o capitalizados gracias a la imaginación. Yo vivo cerca de Santa Fe, en Nuevo Méjico. Como cualquier otro lugar, es una multiplicidad de lugares distintos, ubicados todos entre la realidad y la imaginación. Sin embargo, durante este último siglo, Santa Fe ha sufrido un proceso de transformación en artículo de consumo que supera todas las expectativas, y es de esperar que ahora, con la celebración del cuatrocientos aniversario de su fundación, las cosas se nos vayan todavía más de las manos.

Los habitantes de Nuevo Méjico tenemos sentimientos contradictorios hacia el turismo. Dependemos de él, por supuesto, como dependemos de la energía nuclear, del ejercito, de la minería y desde hace poco de Hollywood. Y no somos los únicos; muchas ciudades, regiones y estados enteros del oeste de los Estados Unidos han tenido que recurrir al turismo cuando las actividades tradicionales se desmoronan, lo que parece una medida desesperada en unos paisajes agotados definitivamente por la extracción de materias primas "la minería, la madera, el gas, el petróleo o la ganadería intensiva. En comparación con éstas, el turismo se promociona como algo ecológicamente correcto y con un bajo impacto ambiental, es decir, como "un mal menor". Y esto a pesar de que la multiplicación de las tiendas, los restaurantes, las viviendas, las carreteras y las infraestructuras – es decir todo lo que implica el turismo ligado a una segunda vivienda – es extremadamente agresiva para el delicado equilibrio del desierto. En el oeste americano, la naturaleza forma parte de la política y la política tiene profundas consecuencias en la naturaleza. Hace diez años se puso de moda en Santa Fe una pegatina para el maletero del coche en la que se podía leer "Más Minas, Menos Turismo". La minería era considerada algo viril, más aceptable en el "salvaje Oeste".

La clase media americana prefiere visitar Europa antes que cualquier lugar de los Estados Unidos, pero cuando no pueden permitirse viajar fuera, suelen venir a Santa Fe. Es lo más parecido al extranjero que un americano puede encontrar dentro de sus fronteras, y esto, para los habitantes de Santa Fe, es bueno y malo a la vez. El estado de Nuevo Méjico ha aumentado sus recaudaciones fiscales y conseguido voluntarios para realizar tareas públicas y filantrópicas, pero todo buen ciudadano de Nuevo Méjico mira con cierto desprecio a los turistas, a pesar de que una parte de nosotros llegó aquí de turista. Somos perfectamente conscientes de que junto a la imagen que surge de nuestra propia realidad, nuestra ciudad es también su doble, el territorio imaginado por el capital.

La historia y la nostalgia de un pasado que se ha conservado momificado son el atractivo de Santa Fe. La historia, creada y recreada, es desde luego la fuente que alimenta todo el turismo. Para entender esto, los europeos necesitarían un pequeño ajuste en los relojes de su historia porque, para un americano, Nuevo Méjico es la Antigüedad con mayúsculas, es decir, principios del siglo diecisiete. Están también las grandes ruinas de piedra, construidas por los indígenas algunos siglos antes, pero las culturas indias no cuentan para la historia americana. Son pre-históricas, como si no hubiese existido historia alguna hasta que los europeos empezaron a escribirla.

Debería aclarar un poco el contexto. El área que ocupa hoy Nuevo Méjico fue invadida por los españoles en 1539 y colonizada en 1598. La Villa Real de Santa Fe, fundada alrededor de 1607 es la capital más antigua de los Estados Unidos y la única que sigue siendo bilingüe. El español sigue siendo la lengua principal para la mayoría de las personas de más edad. Para cuando los indios pueblo y los colonos españoles empezaron a mezclarse y a convivir bajo una precaria paz, la provincia formaba ya parte de Méjico. Veinticinco años después llegaron los así llamados americanos o anglos y complicaron de nuevo el juego apoderándose, en 1848, de gran parte del suroeste de Estados Unidos. El mismo año, curiosamente, de la aparición del Manifiesto Comunista. Nuevo Méjico pasó a ser estado en 1912; hasta entonces había tenido el estatus de "territorio de los Estados Unidos", una especie de limbo colonial en el que quedó atrapado tanto tiempo en parte por el color oscuro de muchos de sus habitantes.

Los folletos turísticos insisten cuanto pueden en la singular herencia de Santa Fe y sus tres culturas. En los escaparates de la ciudad se ve a los navajos, a los apaches y a los exóticos y misteriosos anasazi (ancestros de los indios Pueblo) junto a los conquistadores; a los monjes franciscanos del siglo diecisiete al lado de Billy el Niño, el héroe sin ley del Viejo Oeste, o de Georgia O’Keeffe, heroína contemporánea de la refinado modernidad americana. La aridez del paisaje cumple también su papel como decorado en este romance. Las culturas indígena, hispana y anglosajona viven juntas pero no necesariamente revueltas. Sus tradiciones se entrelazan en una compleja historia de mezcla y separación. Nativos e hispanos llevan desde el siglo XVIII estableciendo lazos matrimoniales, aprendiendo los unos de los otros, trabajando juntos, compartiendo elementos de su vida campesina o de la religión católica, y enfrentándose a los grupos nómadas que los amenazaban por igual. También hay corrientes más profundas de herencia africana, judía o árabe, pero éstas nunca han alcanzado la superficie de la visibilidad turística, a pesar de que las palabras de origen árabe forman parte del vocabulario corriente en Nuevo Méjico tanto en inglés como en español: árido, acequia, adobe o álamo son algunos ejemplos.

La afluencia a mediados del siglo XIX de los así llamados americanos o anglos, es decir, de todos aquellos que no eran ni hispanos ni indios, exacerbó las desigualdades económicas y de clase, las diferencias culturales y de una forma muy específica las identidades étnicas que, hoy en día, siguen alimentando los antagonismos locales, aunque estos se silencien ante los foráneos. Lo que realmente tenemos en Santa Fe es una comunidad hispana muy enraizada, pero que se siente excluida de su propia historia y guarda resentimiento hacia aquellos que han reconfigurado la representación de su propio espacio, los recién llegados, fundamentalmente de origen anglosajón, que se han hecho dueños de sus hogares ancestrales y de sus antiguos barrios, renovándolos, al tiempo que critican el "atraso" del estado y marginan a sus oriundos. Por otro lado, entre estos nuevos habitantes es común el "síndrome del puente levadizo": a todos le gustaría ser el último en instalarse, para que Nuevo Méjico siguiera siendo tal y como lo describen los folletos turísticos, sin demasiada gente como nosotros que eche a perder el espejismo.

A pesar de ser uno de los estados más pobres de la unión, como estrategia turística, Nuevo Méjico se ha convertido en un "país fascinante". De Santa Fe dice la publicidad turística que es la "ciudad diferente". En este proceso de exaltación de la diferencia ha tenido que diferenciarse no sólo de Estados Unidos, sino del resto de Nuevo Méjico, en gran parte debido a la influencia de los nuevos habitantes, cuyo poder adquisitivo es muy superior al de los oriundos de la ciudad. Debido a una mezcla de esnobismo y de espíritu competitivo, sin duda una de las marcas inconfundibles del capitalismo, aquellos ciudadanos de Nuevo México que pueden identificar a sus antepasados hasta el siglo XVII o XVIII, algunos de los cuales se consideran españoles sin mezcla con los indios y los mestizos mejicanos, se sienten a su vez amenazados por la llegada de sus hermanos pobres de Méjico, que se ven obligados a cruzar la frontera empujados por la necesidad económica, en busca de una vida mejor o incluso por razones de supervivencia. A los habitantes oriundos de Nuevo Méjico no les gustan los cambios, porque perciben, a menudo con razón, que estos siempre les perjudican. Por su parte, los recién llegados descubren que establecerse en Nuevo México puede ser una experiencia totalmente surrealista, casi tanto como el turismo, en la que personas de lugares muy diferentes se superponen y se estratifican hasta crear una realidad nueva, un collage, que ya no es completamente real para ninguno de ellos.

Prácticamente todos los escenarios turísticos de los Estados Unidos son testigos de un mismo conflicto invisible entre una minoría, cuya memoria sigue siendo visible y conserva su significado, y aquellos que prefieren una visión más polifacética del pasado. Los dolorosos contrastes en las condiciones de vida se hacen palpables cuando los que son relativamente ricos viajan y contemplan asombrados cómo viven los relativamente pobres. Uno de los resultados más perversos de la movilidad moderna es la transformación de las regiones pobres en decorados en los que sus habitantes actúan, imitando a sus antepasados, para regocijo de un público al que el hecho de haber perdido el contacto con sus propios orígenes le hace sentirse superior. Cuando el turismo es la única salida, toda la nación pasa a trabajar en el sector servicios y, ataviada como sus ancestros, se dedica a reescribir el pasado para ponerlo al servicio del presente. Y aunque esto podría representar una oportunidad para un verdadero examen del pasado, los románticos, los amantes de las generalidades y los impostores suelen llegar antes. Hay ciudades, como Santa Fe, que se aíslan del presente y quedan confinadas en un no-lugar de diseño, en una "privatopía" idealizada que ya no atañe a sus habitantes.

Con demasiada frecuencia se analiza el turismo exclusivamente desde el punto de vista de los que visitan y no del de los visitados. Sólo cuando se ha convertido en algo exótico o típico se tiene en consideración, se celebra, la vida de la gente normal; esto es lo que ocurre en el Rancho de las Golondrinas, que está ubicado cerca de Santa Fe y constituye un ejemplo bien logrado y sin duda respetable de "museo viviente". El conservacionista Jonathan Daniels observa que la pobreza "conservará las cosas tradicionales tal como están"… Al menos mientras los impuestos no suban tanto que las familias originales no puedan seguir pagándolos, como ha ocurrido en el East Side de Santa Fe, un barrio rehabilitado donde hace años los nuevos residentes anglos empezaron a sustituir a los oriundos.

A mi modo de ver, el aspecto más pernicioso del turismo es su enorme capacidad para simplificar en extremo la complejidad y las contradicciones de los lugares, hasta borrar por completo la mezcla de diferentes verdades que componen su historia real. El turismo posee la facultad de poner entre comillas cualquier espacio. Santa Fe lleva casi un siglo separada de la normalidad, subrayada y caricaturizada por esas comillas. Hace cincuenta años, el geógrafo J.B. Jackson –el más brillante intérprete del paisaje de Nuevo Méjico– describía una Santa Fe "encerrada en sí misma y hostil a la normalización", llena de "color y vitalidad". Pero entre tanto su población ha doblado (ahora ronda los 70 000 habitantes), y la mayoría hispana tradicional representa ahora menos de la mitad. En la misma época, durante los años cincuenta del siglo pasado, el historiador de la arquitectura Lewis Mumford intentaba promocionar Honolulu, en Hawai, como uno de los ejemplos más significativos de "la hibridación de culturas que quizás marque el futuro de la humanidad". Esto no sólo se parece bastante a esa triple herencia cultural de la que se jacta Santa Fe, la "ciudad diferente", sino que también suena a advertencia: Honolulu es hoy en día uno de los ejemplos más infames de los peligros del turismo.

Ahora sabemos que una historia sin ninguna atadura, una historia que presenta los acontecimientos y los lugares fuera de contexto, reacia e incapaz de compartir su contenido real, termina transformada por el capital en un objeto comercial. Marie-Françoise Lanfant ha escrito que "el descubrimiento de la herencia (…) rompe de algún modo la cadena significante que en un primer momento fue capaz de darle autenticidad". Ahora sólo porta la marca que certifica "la identidad de un lugar para beneficio del visitante anónimo". Dean MacCannell va más lejos cuando concluye que "el turismo cultural obstaculiza nuestro acceso a los origines culturales". Entiendo que se refiere a que los contenidos reales de la historia permanecen escondidos o se vuelven secretos, como ocurrió con la religión de los indios pueblo durante la colonización española. Este autor nos recomienda "ser respetuosos con la distancia" entre los visitantes (los turistas) y los visitados (los oriundos del lugar), "una distancia que puede estrecharse pero jamás salvarse completamente". En Santa Fe esta distancia se da entre muchos hispanos nativos y casi todos los anglos, incluso aquellos que llevan varias generaciones asentados en la ciudad, porque en el fondo, ésta es hispana, aunque construida sobre las ruinas de los indios pueblo.

El turismo, como los miradores que hay en las autopistas donde nos paramos a contemplar el paisaje distante, nos aleja de las realidades del espacio vivido, aquel que constituye una verdadera experiencia. Los turistas más veteranos aprenden a distinguir sus propios espacios, aunque no lo parezca cuando invaden ciertos espacios públicos significativos, por ejemplo, la Plaza de Santa Fe. El turismo selectivo es una estrategia defensiva. La vía comercial que atraviesa Santa Fe de norte a sur no tiene nada de pintoresco, de modo que los turistas que pasan por allí para poner gasolina o hacer alguna compra que no sea un souvenir apenas se fijan en esta zona y enseguida la olvidan, pues toda su atención está centrada en el "centro histórico", la verdadera razón de su presencia en la ciudad. Los turistas de Santa Fe suelen quedar satisfechos y consiguen lo que buscaban: una pequeña y sabrosa dosis de otredad fundada en la misma cultura consumista que dominaba la vía comercial, pero disfrazada esta vez de otra cosa.

"La producción capitalista ha normalizado el espacio y ha producido un proceso de banalización extensiva e intensiva", escribía Guy Debord. El consejo que gestiona el patrimonio de Sante Fe ha seleccionado cada detalle arquitectónico del centro de de la ciudad para que nada se desvíe del "estilo pueblo", el pastiche adoptado en 1912. Se trata de un ejemplo paradigmático de lo que Michael Sorkin llama creación de los disfraces urbanos. El turismo le impone el disfraz a los habitantes, les guste a estos o no. Pero esta aparente uniformidad ha propiciado una verdadera sutileza, que es la que finalmente consigue que Santa Fe sea un lugar tan interesante y multifacético. Desde fuera la sensación de artificio es inevitable, pero al acercar la mirada, cada adobe, aparentemente idéntico a cualquier otro, resulta ser genuinamente diferente, incluso aquellos que pertenecen a lo que podríamos denominar "Falsa Fe".

David Nickell opina que la pérdida de autenticidad cultural puede resultar más destructiva que la perdida del territorio. "Uno puede comprobarlo", dice, "en aquellas comunidades que a fin de poder comercializarse como producto turístico han tenido que transformarse en la imagen estereotipada de sí mismas. (…) Los nuevos conquistadores pueden considerar que la historia y el folclore de estos lugares tiene un interés intelectual, pero nunca podrán considerarlos verdaderamente suyos." Más tarde, el autor precisa un poco más la acusación: "La moraleja que se puede sacar de todo esto es que aquellos que han perdido el sentido de la herencia cultural se convierten en un amenaza para su propio espacio". Este proceso resulta especialmente evidente en Nuevo Méjico, donde hacer turismo entre culturas implica siempre una especie de allanamiento. Este paisaje que tanto nos encantapaisaje que tanto nos encanta -al margen de cómo haya sido reivindicado, explotado, degradado o disputado– sigue siendo la tierra de los nativos americanos. Entenderíamos mucho mejor nuestros propios paisajes mentales si empezáramos siempre a construirlos partiendo de que sus primeros habitantes, los indígenas americanos. En el suroeste de los Estados Unidos los pueblos indígenas aparecen siempre en la foto como parte del paisaje. El público tiende a refundir la compleja diversidad de las culturas indias ya sea con cierta fantasía anacrónica, ya sea con esas galerías de arte pintadas de beige y turquesa, en cuya decoración encontramos ejemplos varios de robo descarado de la imaginería nativa.

Si vives desde hace tiempo en un lugar y resulta que te toca a ti aparecer en las fotos de los turistas, si descubres que tu vida y tu historia ya sólo importan en la medida en que son un entretenimiento, más te vale tomarte en serio la industria del turismo. En Nuevo Méjico, este es el papel, a menudo trágico, que representan los nativos americanos, cuyos hogares se supone que existen solamente para ser mirados por los foráneos. Los indios pueblo viven confinados en pequeñas reservas fragmentadas, versiones modernas de las grandes ciudades que habitaron hace mil años, de las que el único ejemplo en pie es Taos Pueblo que conserva todavía algo de lo fueron aquellos centros urbanos. Rina Swentzel, una investigadora de la Universidad de Santa Clara experta en los indios pueblo, se pregunta hasta qué punto se puede llevar una vida normal "cuando cada día aparecen en sus comunidades veinte extraños y empiezan a preguntarles por qué se visten como se visten, por qué construyen así sus casas y por qué viven como viven". Y luego comenta no sin cierta exasperación: "decís que queréis diversidad, pero cuanta más diversidad deseáis más la destruís".

El turismo ha sido probablemente el golpe más duro que ha sufrido la geografía mental y cultural los nativos americanos después del largo proceso de conquista y pérdida de tierras que se inició a principios del siglo XVII. La perdida de su territorio es el acontecimiento histórico más relevante para muchas tribus. Los indígenas, aunque sus condiciones económicas no sean mejores que las de los hispanos, viven a menudo en sus propias reservas o guardan con ellas una relación muy estrecha. Estas reservas constituyen una especie de naciones relativamente autónomas dentro de Estados Unidos, con un sistema legal y unas tradiciones que se ven rodeadas y enfrentadas diariamente a la cultura dominante. De modo que ambas comunidades, nativa y latina, viven situaciones bastante diferentes. Para la industria turística, los indios resultan mucho más exóticos que los latinos. En las listas de preferencias turísticas de Nuevo Méjico, los nativos americanos ocupan el segundo lugar sólo superados por "la naturaleza".

(...)

Podéis continuar leyendo la conferencia aquí (texto completo).



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